La ética de la religión del Infinito, sobre una base de respeto a los derechos humanos (y de todos los seres vivos), se construye en torno al hecho de poner la vida en el centro de las relaciones humanas (y con otros seres vivos).
Poner la vida en el centro es algo que tradicionalmente han hecho las mujeres. Al contrario que las religiones viejas (también en las no teístas), tan imbuidas del sistema patriarcal, lo que hace que nos encontremos en ellas con mucha misoginia, la religión del Infinito sólo puede ser feminista y ecologista. Hoy en día no se podría desarrollar ningún movimiento que no fuese ambas cosas porque sería ir contra la propia Humanidad.
Desde el inicio de la Historia, los hombres, que eran los que mandaban, dieron (no quiero incluirme en este caso) más importancia al trabajo productivo que al trabajo reproductivo, que se desarrollaba en el hogar y estaba a cargo de las mujeres. Cuando ellas se han incorporado de forma masiva al mundo laboral fuera de casa, se ha producido una gran crisis en el trabajo de cuidados. Esta crisis se ha ido parcheando con medidas para fomentar la conciliación en el empleo, recurriendo a personas de la familia (a menudo mujeres) que no trabajan fuera de casa, como abuelas, tías, etc., o con gente asalariada (suelen ser mujeres y no hombres) para realizar las tareas domésticas y para ocuparse de quienes requieren cuidados. Estos empleos a menudo son precarios y suelen estar mal pagados. Poner la vida en el centro significa, entre otras cosas, concederle al trabajo reproductivo la importancia que se merece y fomentar la conciliación de la vida familiar con la laboral.
Poner la vida en el centro igualmente significaría proteger el medio ambiente y la vida de animales y plantas. Se habla de hacerlo para “salvar el planeta” pero es más bien para salvar a la Humanidad. Como explica Jorge Riechmann:
“La Tierra no nos necesita a nosotros: nosotros necesitamos a la Madre Tierra. La vida como fenómeno biológico es extremadamente resistente (los biólogos hablan en este contexto de resiliencia, con un término que toman prestado de la psicología): ni siquiera la peor catástrofe imaginable causada por seres humanos -”antropogénica”, por emplear un término que oímos a veces-, una guerra nuclear generalizada, acabaría con las formas más sencillas de vida y la evolución continuaría luego su curso. Las bacterias seguirán ahí: son las posibilidades de vida buena para los seres humanos, e incluso nuestra mera existencia, lo que está amenazado.”1
Al mismo tiempo fomentaremos un culto a la clorofila. Esta sustancia es la responsable de que las plantas fijen el dióxido de carbono del aire y nos devuelvan oxígeno, lo que reduce este peligroso gas de efecto invernadero, principal responsable del cambio climático. El culto a la clorofila se puede concretar en un amor por los bosques y las selvas. Restaurar los ecosistemas destruidos por siglos de acción humana es una acción que ayudaría a fijar el dióxido de carbono que hay en el aire.
Habría que conseguir que la ONU publicase una Declaración de Derechos de los Seres Vivos que complemente a la Declaración de Derechos Humanos.
Además habría que dejar de fomentar el desarrollo económico a costa de la naturaleza. El ser humano es ecológicamente dependiente. No puede vivir, como lo cuenta Yayo Herrero, “emancipado de ella”:
“Occidente ha conformado a través de la historia una noción de Progreso que hace creer que es posible vivir como individuos aislados, emancipados de la naturaleza y desresponsabilizados del cuidado de quienes nos rodean. Esa triple emancipación es ficticia y sólo se pueden beneficiar de ella algunos sujetos, mayoritariamente hombres, pero el analfabetismo ecológico generalizado, el mito del crecimiento exponencial -imposible en un planeta con límites físicos- y la fe tecnológica que hace creer que siempre se inventará algo que resuelva todos los problemas, incluso los que la misma tecnología provoca, hace mirar a otro lado cuando llegan noticias y señales de la crisis civilizatoria que atravesamos”2
Poner la vida en el centro sería además evitar las muertes de personas migrantes en todo el globo y, especialmente, en el Mediterráneo y en la frontera sur de EE UU. Tendría que haber en los mares y océanos más barcos de salvamento.
Se podría optar por reducir la diferencia entre los países súper ricos y aparentemente garantes de los derechos humanos y los que son más pobres, en los que frecuentemente encontramos situaciones de violencia, y así las personas no se vieran forzadas a dejar su casa, abordando de raíz el drama. Pero mientras lo conseguimos, deberíamos acoger a las personas que migran a los países del primer mundo que no vienen ni a “quitarnos el trabajo” ni a “vivir de los subsidios”, como a menudo escuchamos que dice la gente. Los grandes flujos migratorios se van a seguir produciendo, la migración en los próximos años va a aumentar. Entre otras cosas lo hará por el desigual impacto del cambio climático. Lo que estamos consiguiendo poniéndoles dificultades a quienes migran, es que mueran más personas al intentar de una manera desesperada llegar a nuestras tierras. Pero no sólo tendríamos que ponérselo más fácil a las personas que lo hacen, del mismo modo deberíamos revisar nuestros sistemas democráticos para que quienes tienen otro pasaporte no sean considerades ciudadanes de segunda clase y puedan ejercitar libremente su voluntad política.
1 Jorge Riechmann. ¿Derrotó el “smartphone” al movimiento ecologista?: Para una crítica del mesianismo tecnólogico… Pensando en alternativas. Los libros de la catarata: Madrid, 2016.
2 Yayo Herrero: Lo personal es político: ecofeminismos en los territorios del Norte Global. En: Por qué las mujeres salvarán el planeta. Varias Autoras. Rayo Verde: Barcelona, 2019.